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Crónica de la media maratón de Calar Alto 2023 - Híper Ocio

Crónica de la media maratón de Calar Alto 2023

Mi debut en medio maratón se escenificaba en la carrera más elevada de España, donde el circuito se pasea insolente por las altitudes, no descendiendo jamás por debajo de los 1650 metros y atreviéndose a rozar los 2100.

Mi preparación física, truncada por una lesión en la inserción de los isquios, se había limitado a la rutina de la elíptica en el gimnasio Sano. Por ello, me enfrentaba a esta competición con un respeto que rayaba lo obsceno.

Juan José Rodríguez, que cumple 40 años pocos días después de la carrera, se unía a mí en esta aventura. Su condición física inmejorable, producto de un entrenamiento riguroso, y su competitividad desmedida, eran dos cartas de presentación que ya conocía.

Con los primeros albores del día recogimos los dorsales, siendo todavía los caminos silenciosos y sin gente. La multitud llegaría más tarde, formando una cola que serpenteaba al amanecer.

Juanjo, Paco y yo antes de la salida.

El tamaño de nuestras camisetas de obsequio era insuficiente, apretándonos un poco más de lo deseado. Un intento de cambio no fructificó por falta de stock, así que tendríamos que jugar con la dieta en el futuro.

Los nervios nos poseían. Mientras Juanjo realizaba sus ejercicios de calentamiento, yo me descubría presa de un temblor en las piernas. Cuando por error mi chip se activó en la línea de salida, un responsable me tranquilizó, asegurándome que no había alterado mi cronómetro. Tampoco es que fuera una gran pérdida para la humanidad, pero quería saber mi marca real por si decidía volver otro año y comprobar mi evolución.

Con las campanadas de las nueve y media, el director de carrera nos recordó lo que ya sabíamos: el terreno descendería hasta enfrentarnos al primer cortafuegos, preámbulo de los desafíos que se avecinaban, seguido por un largo llano que culminaba en el temido segundo cortafuegos de tres kilómetros.

Juanjo me dejó tirado en los primeros 50 metros. No volvería a verle hasta 3 horas más tarde.

Poco después, nos adentrábamos en un camino no muy amplio, atravesando un arroyo y encontrándonos con más sombras de las esperadas. En el kilómetro cinco, llegamos al primer cortafuegos. A pesar de las advertencias, encaré la subida con mis bastones y, para mi sorpresa, conseguí sobrepasar a un buen número de corredores.

Al aparecer el primer avituallamiento, el tramo de falso llano nos permitió recuperar el aliento, caminando para reponer fuerzas tras el primer escarceo.

De ahí en adelante, se desplegó ante nosotros un largo descenso que culminaba en un sendero cuyos desafíos se veían agravados por el cansancio acumulado. Finalmente, el camino nos condujo a una pista más amplia, carente de sombra, que servía de prólogo al desafío del que hablaré enseguida.

Hubo incluso momentos en los que adelanté a gente, qué felices éramos y no lo sabíamos.

A pesar del sol que reinaba en el cielo, la temperatura fue indulgente. Sólo en un par de ocasiones una ráfaga de calor me obligó a refrescarme echándome agua por encima.

Mi llegada al segundo avituallamiento, en el kilómetro 10, se produjo sin percibir molestias de la lesión. Mi ritmo, aunque constante, tenía en cuenta la realidad de mi preparación, limitada para una carrera de más o menos 16 kilómetros. A partir de ahí, sabía que el sufrimiento sería mi fiel compañero.

Mi desorientación era tal que, al reanudar la carrera tras una pausa para comer, desconocía la distancia exacta que había recorrido. Por tanto, cuando me enfrenté al temido cortafuegos final, me hallaba en un estado de falsa fortaleza.

Este tramo, que bien pudo ser trazado por un sádico exdirector de las SS, se erigía como un titán de crueldad. Cada repecho daba paso a otro, cada falso llano a más cuestas, bajo un sol implacable que no daba tregua.

Parece que iba bien, pero había decidido encomendar mi alma al Señor al acabar el segundo cortafuegos. Si me hubiesen pegado un tiro, sería un acto de caridad.

En el último tramo, una maraña de ramas caídas entre los pinos complicaba la llegada a la meta. Exhausto, me vi obligado a caminar, apenas sin energías.

Juanjo, que había alcanzado la meta 80 minutos antes, me esperaba con agua fresca. Los pajaritos de Looney Tunes revoloteaban en mi visión periférica y solo el decoro me impedía desmayarme.

El epílogo de la carrera resultó decepcionante. No hubo paella prometida ni baño en la piscina de Gérgal. Mi bañador había viajado en vano.

Al principio de la prueba seguía convencido de que merece la pena vivir. Iluso de mí...

24 horas después, las agujetas habían invadido hasta mi carné de conducir, pero persistía la convicción de que la experiencia había valido la pena. La belleza de las vistas compensó en parte la dureza de la prueba. No obstante, el precio de la inscripción, comparado con otras carreras como las de Chirivel, Serón o Cantoria, parecía desmesurado. Ni siquiera nos entregaron una medalla, un pequeño recuerdo que hubiera suavizado el recuerdo del sufrimiento. Lo único que me motiva a volver es mejorar mi tiempo, pues creo que con algo de preparación puedo arañar tranquilamente unos 40 minutos al cronómetro.